La gente creía que Timmy sacaba las tripas del interior de las ovejas, pero no, las recogía del suelo del matadero, donde yacían al pie del animal sacrificado, que colgaba de sus patas delanteras. Una vez despojado de la piel, le tajaban la barriga de arriba a abajo y, tras un momento de incertidumbre, el peso de las vísceras se abría paso a través del corte, y los órganos y los intestinos caían al suelo, formando un charco. De allí los recogía Timmy para llevárselos a su banco de trabajo —situado a unos pasos del matadero—, todavía humeantes, exhalando lo que le parecía un olor a vida. El proceso que debía aplicarles a continuación era siempre el mismo (no le estaba permitido saltarse ningún paso ni intercambiar unos por otros). Separaba los intestinos de la masa de grasa a la que estaban enquistados y, mientras los amasaba para extraerles su contenido, sentía cómo estos iban perdiendo su calor. Para cuando les quitaba los restos de estiércol con agua fría, ya casi no recordaban al animal al que habían pertenecido. Entonces dejaba las tripas en remojo, en una solución de potasa y agua, y retornaba a las que había puesto en remojo el día anterior. En las horas transcurridas, se habían ablandado lo suficiente como para facilitar el raspado de la capa serosa que las recubría. No era tarea de un día ni para gente impaciente; había que frotarlas con mucha suavidad, tanto en su interior como en el exterior, y volver a esperar a que la potasa hiciera su efecto durante el siguiente baño. En ocasiones, Tim las refrescaba hasta tres veces en una misma jornada y no tenía motivos para creer que aquella fuera a ser diferente. A última hora del día, el olor a estiércol se le había quitado por completo de las manos y los brazos. Con eso tendría que bastar, porque no disponía de una muda limpia (ni allí ni en la casucha de madera en la que vivía). Salió a la calle del Matadero y se encaminó al centro de la ciudad. Cambridge se iba haciendo más bonita, a medida que se acercaba a la calle principal.
El recinto del Colegio del Rey tenía una entrada de piedra que él nunca había atravesado, pero que ese día estaba abierta para todo el mundo. Daba paso a una extensión de hierba en la que hubiera podido pastar un rebaño entero de ovejas. La capilla se alzaba a la derecha. Cuando entró, ya había gente esperando, sentada en bancos alineados a lo largo de los muros laterales, cuyos ventanales coloreaban la última luz de la tarde. Qué estrecha y alargada era. Pero qué alta. El centro de la planta estaba vacío. Tim pasó frente a los bancos en busca de algún sitio donde sentarse. Al llegar al último, decidió permanecer donde estaba para no tener que pasar frente a ellos otra vez. La gente, sin embargo, no tardó en volverse en su dirección: los músicos hacían su entrada al fondo de la planta. Timmy apretó la espalda contra las tallas del coro y los observó mientras acomodaban los instrumentos a sus cuerpos o sus cuerpos a los instrumentos; no sabría decirlo, porque nunca había tenido la posibilidad de tocar uno. En la línea de bancos opuesta, la gente vestía de las maneras más diversas y allí también había personas de pie en los extremos. Unos y otros se llamaron al silencio, cuando la música se extendió por el espacio contenido bajo la bóveda inmensa y reverberó en sus rincones, como si, al ir penetrando en ellos, el asombro enmudeciera sus voces. Era la primera vez que Tim asistía a un concierto y, aunque no podía distinguir un violín de una viola, era capaz de reconocer el sonido de unas cuerdas. En el taller, cuando aplicaban una nueva torsión a los haces de tripas que se secaban extendidos en telares (telares que la visión del arpa evocaba ante su vista), a veces –a punto de ser cuerdas, todavía sin serlo– las tripas retorcidas emitían una nota. Las de los carneros viejos eran las que sonaban más graves.