Nathan nunca había sido un hombre de muchas dudas. Conocía bien su oficio de cajista y lo que se esperaba de él en una imprenta: que fuera capaz de componer todas las páginas de un libro, alineando letras de metal en el orden correcto, una tras otra, palabra por palabra. Debían conocerse muy bien las reglas del idioma para realizar esa tarea y él las había aprendido en su juventud, cuando era un escribiente, hacía ya mucho tiempo. En el taller trabajaba de pie, frente a una mesa alta sobre la que apoyaba las cajas que contenían las letras; la de las minúsculas, en plano, la de las mayúsculas y los números, contra la pared, inclinada a modo de atril. Las divisiones que las cajas tenían en su interior permitían agrupar las letras en orden alfabético, de modo que resultara fácil encontrarlas cuando se estaba componiendo. Doce horas de jornada, de otra manera, no hubieran dado para mucho, y tampoco parecían rendir gran cosa cuando había que copiar un libro de mil páginas entero. En esos casos, Nathan tenía la sensación de encontrarse siempre a la mitad. La última vez que le había pasado había sido con la biblia del rey Jacobo I. Que las letras, en el componedor, tuvieran que aparecer invertidas ante sus ojos, nunca había sido un problema antes de esa composición, pero qué fácil era ver una «b» en una «d» cuando uno ha perdido toda confianza en sí mismo. Sucedía que el error que había cometido era de los graves. Había omitido un «no» en uno de los diez mandamientos, y no un «no» cualquiera, sino uno de peso. Porque el «no» de «no codiciarás a la mujer de tu prójimo» carecía, a todas luces, de la gravedad del «no» de «no cometerás adulterio». Entre uno y otro existía un cambio de naturaleza, la distancia que separa la mera fantasía del hecho.
Al parecer, él había compuesto la frase «Cometerás adulterio» para una edición de mil ejemplares. La mayoría de esas biblias (cuando alguien, finalmente, había reparado en el error) habían sido destruidas, pero algunas de ellas aún seguían en circulación —se ignoraba dónde o en qué manos—, cargadas de la autoridad que les confería la palabra de Dios, alentando a los creyentes a ser infieles. El maestro impresor había tenido que pagar una multa altísima por su error y, peor aún, había perdido la licencia para imprimir esa codiciada versión de la biblia, una versión en inglés. Todo el mundo —Nathan mismo— daba por descontado que lo despedirían. Encontrar un cajista en Londres, sin embargo, no era tarea sencilla en esos días y el taller tenía otros encargos que imprimir. Su mujer siempre mostraba un gesto preocupado cuando lo veía llegar a casa al final del día. «¿Irás mañana?». Nathan nunca había cometido un error de ese calibre y no dejaba de preguntarse cómo podría haberle sucedido una cosa así a él. ¿Habría sido a causa de la longitud de las jornadas? (Durante la composición de la biblia había trabajado dieciséis horas diarias). ¿O debido al número de empleados que todo el tiempo se agitaban a su alrededor? Trastornaban el sosiego que él necesitaba para desempeñar su tarea. En el taller los había de todas clases: el tirador que accionaba la prensa de imprimir; el batidor que recubría las letras de tinta; la aprendiz que lavaba los tipos usados y los volvía a colocar en las cajas que él tenía apoyadas sobre su mesa —la de las letras minúsculas, en plano, la de las mayúsculas y los números, apoyada contra la pared—; la joven Claire, la nueva aprendiz. Tan presente, tan cercana, tan bella.